miércoles, 7 de agosto de 2013

1.


Con nueve años yo iba con mis ojeras malvas y mi nariz rota allí donde se oculta lo flagrante. No eran las faldas de la madre, despuntadas y etéreas, ni tampoco las sienes plateadas de la abuela donde se libraban millones de recuerdos armados. No era el sexto piso en una concurrida avenida donde el sol y el viento parecían más salvajes, más crueles. Ni tan siquiera eran los gatos que veía en los tejados de enfrente, tranquilos y enfermos en su mayoría.

Yo rebuscaba en la tragedia, sí. Pedazos de algo que se pareciera a la alegría, pero tan sólo encontraba una soledad devastadora que nos iba apartando de los senos y de las victorias.

Amar delicadamente sólo por salvarse. Eso hice, y empeñarme. Por eso hoy todavía no termino de venderme y llevo mis ojeras malvas al peligro de los cuerpos. Los que me dan la ruina y me levantan luego, que de eso ya he aprendido. Tan sólo me pregunto porque se arrastran los destinos, como animales muertos, por los suelos de la infancia.

Y por qué contra eso, tampoco hacemos nada.