Con nueve años yo iba con
mis ojeras malvas y mi nariz rota allí donde se oculta lo flagrante. No eran
las faldas de la madre, despuntadas y etéreas, ni tampoco las sienes plateadas
de la abuela donde se libraban millones de recuerdos armados. No era el sexto
piso en una concurrida avenida donde el sol y el viento parecían más salvajes,
más crueles. Ni tan siquiera eran los gatos que veía en los tejados de
enfrente, tranquilos y enfermos en su mayoría.
Yo rebuscaba en la tragedia,
sí. Pedazos de algo que se pareciera a la alegría, pero tan sólo encontraba una
soledad devastadora que nos iba apartando de los senos y de las victorias.
Amar delicadamente sólo por
salvarse. Eso hice, y empeñarme. Por eso hoy todavía no termino de venderme y
llevo mis ojeras malvas al peligro de los cuerpos. Los que me dan la ruina y me
levantan luego, que de eso ya he aprendido. Tan sólo me pregunto porque se
arrastran los destinos, como animales muertos, por los suelos de la infancia.
Y por qué contra eso,
tampoco hacemos nada.