Hay un taller muy viejo por el que paso
cada mañana camino del trabajo.
Cientos de mañanas, casi todas exactas
con más o menos nubes o viento,
con más o menos pesadumbres,
pero las mismas mañanas,
como calcadas las unas de las otras.
El taller es lúgubre, parece medio abandonado
pero siempre hay una luz macilenta al fondo,
sobre una destartalada mesa invadida de papeles.
En el ventanuco que da a la calle
siempre hay un perro.
Ese perro parece tan viejo como el taller.
Él también se ha hecho lúgubre y macilento.
Nada parece esperar de nadie.
En su mirada reposan la mansedumbre
y el destino silenciado bajo las sombras del lugar,
bajo montañas de papeles.
Todas las mañanas me cruzo con sus ojos
pero rápidamente desvío la mirada
porque una tristeza indescifrable
se apodera de mí hasta hundirme
en el lodo frío y brillante de su espectro.
Luego prosigo mi camino desviando ideas
e intentando izar la vida
como si fuera una bandada de aves rotas.
Paso el día en equilibrio, un pie aquí y otro allá,
buscando la gravedad,
palpando de vez en cuando la tierra.
Al atardecer vuelvo a pasar por el taller
y el perro sigue junto a la ventana.
A veces la figura de un hombre
se recorta sobre la misma luz macilenta
y veo moverse los papeles encima de la mesa.
El perro está acompañado,
pienso reconfortándome.
Ahí está su dueño, su amigo, su
benefactor.
Cuando cierre el taller lo
llevará consigo,
lo subirá a su casa, le hablará
como si se entendieran ,
Lo tratará con ternura.
Y eso me calma para cuando he llegado
a la hilera de árboles donde trinan los últimos pájaros.
Luego mi casa y la noche encerrándonos
en su vientre de estrellas.
El perro duerme, sueño.
Pero ayer pasé por el taller a media noche.
Las calles estaban vacías,
la ciudad sumida en su misterio.
Una cochambrosa persiana llena de óxido
sepultaba la ventana donde el perro suele estar.
Todo cerrado, todo quieto, todo silencio alrededor.
Pensé en el animal, una vez más,
acostado en algún lugar amable,
a salvo de esta oscura soledad.
Pero de pronto un aullido largo y hondo,
un aullido de lobo viejo y cansado,
de bestia triste,
emergió desde el interior del taller.
Era el perro, era e l perro, y aquel perro, lo juro,
estaba llorando sin consuelo.
Su lamento se me agarró con fuerza,
se me quedó insertado a medida que avanzaba
por la solitaria calle.
No se apaciguó hasta que
estuve lo suficientemente lejos
y aun así, pude escucharlo dentro de mí
cuando traté de conciliar el sueño.
No he escuchado ante algo tan tormentoso
ni tan desolador jamás.
Todavía ahora puedo oírlo
y mi corazón se hace pequeño, se contrae en sí mismo,
se aprieta como un puño ante el dolor.
El perro estará siempre encerrado
en ese tétrico taller, pienso,
día, tarde y noche, viéndonos
pasar.
No conocerá los prados ni la
lluvia,
no olerá los bosques ni saltará
las rocas,
no correrá por vastas llanuras
persiguiendo a otros semejantes,
no conocerá la mano que libere su
destino.
Y pienso cuanto de mí hay en esa bestia resignada
que, mansamente, acepta su existencia
y mira a través de un cristal
la vida que pasa.
Pienso cuanto de mí hay en él, en su aullido interminable.
El perro llora,
yo ya no puedo soñar nada.
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