lunes, 18 de mayo de 2015

La salvación


Me he salvado a mí misma

me he tomado de la mano

y me he sacado de ese baile

de sombras y espectros

 

Me he puesto frente al espejo

sin máscara ni dobleces

para decirme la verdad

aunque doliera como el frío

 

Me he rescatado cantando a gritos

acariciando a los perros

bailando sobre la hierba

 

Me he acompañado a casa

cuando la noche me devolvía

a la más cruda realidad y entonces

me he mostrado el camino

la inmensidad, la incertidumbre

 

Me he salvado por los ojos de un niño

y por la mano del hombre que no teme

y por el abrazo amigo que llega a tiempo

y por las rosas salvajes que crecen

al borde de las sendas inciertas

 

Me he rescatado en el borde del abismo

me he apartado amorosamente

de esos filos y he amado la verdad

que se asoma siempre inesperada

cuando crees que todo ha perecido

 

Me he salvado cerrando las puertas a lo inútil

desechando siempre lo superfluo

 

Me he rescatado a mí misma

me he elegido entera entre fragmentos

me he salvado por las causas

me he quedado para siempre conmigo

viernes, 8 de mayo de 2015

El perro



Hay un taller muy viejo por el que paso

cada mañana camino del trabajo.

Cientos de mañanas, casi todas exactas

con más o menos nubes o viento,

con más o menos pesadumbres,

pero las mismas mañanas,

como calcadas las unas de las otras.

El taller es lúgubre, parece medio abandonado

pero siempre hay una luz macilenta al fondo,

sobre una destartalada mesa invadida de papeles.

En el ventanuco que da a la calle

siempre hay un perro.

Ese perro parece tan viejo como el taller.

Él también se ha hecho lúgubre y macilento.

Nada parece esperar de nadie.

En su mirada reposan la mansedumbre

y el destino silenciado bajo las sombras del lugar,

bajo montañas de papeles.

Todas las mañanas me cruzo con sus ojos

pero rápidamente desvío la mirada

porque una tristeza indescifrable

se apodera de mí hasta hundirme

en el lodo frío y brillante de su espectro.

Luego prosigo mi camino desviando ideas

e intentando izar la vida

como si fuera una bandada de aves rotas.

Paso el día en equilibrio, un pie aquí y otro allá,

buscando la gravedad,

palpando de vez en cuando la tierra.

Al atardecer vuelvo a pasar por el taller

y el perro sigue junto a la ventana.

A veces la figura de un hombre

se recorta sobre la misma luz macilenta

y veo moverse los papeles encima de la mesa.

El perro está acompañado, pienso reconfortándome.

Ahí está su dueño, su amigo, su benefactor.

Cuando cierre el taller lo llevará consigo,

lo subirá a su casa, le hablará como si se entendieran ,

Lo tratará con ternura.

 

Y eso me calma para cuando he llegado

a la hilera de árboles donde trinan los últimos pájaros.

 

Luego mi casa y la noche encerrándonos

en su vientre de estrellas.

 

El perro duerme, sueño.

 

 

 

Pero ayer pasé por el taller a media noche.

Las calles estaban vacías,

la ciudad sumida en su misterio.

Una cochambrosa persiana llena de óxido

sepultaba la ventana donde el perro suele estar.

Todo cerrado, todo quieto, todo silencio alrededor.

Pensé en el animal, una vez más,

acostado en algún lugar amable,

a salvo de esta oscura soledad.

Pero de pronto un aullido largo y hondo,

un aullido de lobo viejo y cansado,

de bestia  triste,

emergió desde el interior del taller.

Era el perro, era e l perro, y aquel perro, lo juro,

estaba llorando sin consuelo.

Su lamento se me agarró con fuerza,

se me quedó insertado a medida que avanzaba

por la solitaria calle.

No se apaciguó  hasta que estuve  lo suficientemente lejos

y aun así, pude escucharlo dentro de mí

cuando traté de conciliar el sueño.

No he escuchado ante algo tan tormentoso

ni tan desolador jamás.

Todavía ahora puedo oírlo

y mi corazón se hace pequeño, se contrae en sí mismo,

se aprieta como un puño ante el dolor.

El perro estará siempre encerrado en ese tétrico  taller, pienso,

día, tarde y noche, viéndonos pasar.

No conocerá los prados ni la lluvia,

no olerá los bosques ni saltará las rocas,

no correrá por vastas llanuras persiguiendo a otros semejantes,

no conocerá la mano que libere su destino.

 

Y pienso cuanto de mí hay en esa bestia resignada

que, mansamente, acepta su existencia

y mira a través de un cristal

la vida que pasa.

 

Pienso cuanto de mí hay en él, en su aullido interminable.

 

El perro llora,

yo ya no puedo soñar nada.